jueves, 24 de febrero de 2011

Historia entre los pueblos originarios:

La conciencia histórica de los

pueblos de las Tierras Bajas

Emilio Hurtado Guzmán[1]

El hombre indígena ve su pasado no como algo del que se pueda aprender pero necesariamente superar para proyectarse hacia una época superior. Esta sería la idea moderna de progreso, cuya creencia en ella ha derivado en una religiosidad. Una fe que encuentra mayor acogida entre aquellos que están en mejores condiciones de hallar el paraíso en la tierra porque pueden beneficiarse de la explotación humana y de la naturaleza, en absoluta coherencia a la presencia de la fe cristiana que se promueve para los sin esperanza terrena –los explotados–, por lo tanto los que deben conformarse con su actual condición y mirar al cielo resignándose a alcanzar el paraíso después de muertos.

La concepción de progreso no tiene cabida en las culturas de los pueblos de las Tierras Bajas, justamente porque la comunidad no se constituye a partir de la presencia de explotados y explotadores, ni de la humanidad, ni de la naturaleza; ni siquiera se constituye a partir de una propiedad colectiva, sino de la conciencia de que en realidad nada pertenece al hombre, ni siquiera él es dueño de sí mismo. Por lo tanto, en lugar de tomar para beneficio propio, se da para beneficio de la totalidad de la naturaleza, de la que se piensa no el elemento central sino sólo una pieza como los demás seres que la conforman, así se vive en armonía con ella.

Las condiciones del progreso, donde unos pocos creen que alcanzan la felicidad porque pueden dominar y explotar para su beneficio, mientras la mayoría pagan los costos de esos actos devastadores, lo que se traduce en pobreza, son vistos desde la racionalidad indígena originaria como “la tierra está sucia”. Es decir, el progreso es algo negativo para la vida, cualquier acto que nos lleve hacia él debe evitarse diligentemente. Por eso es importante la historia, para recordar que como seres humanos no debemos cometer delitos contra la naturaleza, pues eso traería la infelicidad y nos empujaría a la muerte.

Los partidarios del progreso sostienen, claro, que los pueblos indígenas son pueblos primitivos que no tienen historia, por lo contrario, se encuentran atravesando una época de la trayectoria histórica que por ley, todos los pueblos, hasta las sociedades más desarrolladas, tuvieron que pasar. Por lo tanto los consideran pre-modernos, porque de todas maneras atravesaran el camino de la modernidad. De lo que se trata, entonces, desde esta perspectiva, es darles “un empujoncito”, “civilizarles” con la evangelización, educarlos en los oficios de la ganadería, agricultura y artesanía para que se incorporen a la sociedad y sean “útiles”.

Sin embargo, los pueblos indígenas mantuvieron siempre en su memoria su propia historia, que fue transmitida de generación en generación de manera oral. Podemos hablar de dos tipos de acontecimientos los que se relataban comúnmente. Aquellos acontecimientos que servían para reproducir una identidad colectiva, que concernía a los relatos de las guerras que había enfrentado un pueblo, a los descubrimientos que había realizado y a los conocimientos que había alcanzado. Por ejemplo, en el pueblo ayoreo se transmitían las distintas guerras acontecidas contra los cogñone (blancos), a través de los singulares cantos ayoreos; en esta cultura también se habla de los ancestros, los primeros hombres que descubrieron las propiedades de la naturaleza, como el poder de la miel.

Estaban también los cuentos que hacían referencia a los acontecimientos de épocas pasadas en las cuales el hombre estuvo en peligro o efectivamente “ensució la tierra”, la llenó de maldad; lo que significa que cayó en condiciones de dominación y explotación, por lo tanto vino el fin del mundo. Al parecer estos acontecimientos, a diferencia de los primeros, perdieron casi en su totalidad su contenido real, porque sucedieron hace mucho tiempo, y para mantenerlos fueron transformados en simples cuentos, que por eso contienen muchos elementos míticos y ficticios. Estos, empero, son una clara evidencia de que los pueblos indígenas no estuvieron exentos de caer en el delito contra la naturaleza llamada progreso. Sin embargo, aprendieron muy bien de sus consecuencias, y por eso los mantuvieron en su memoria para que no se vuelvan a repetir.

Podemos mencionar por ejemplo al cuento chané de “El fin del mundo y el robo del fuego”, que nos narra la historia de un hombre pobre que fue rechazado por todas las personas, entonces vino el fin del mundo y lo destruyó todo, dejando sólo vivos a dos hombres y una mujer, de quienes descendieron todos los seres humanos de la tierra actuales. El acto de rechazo, en este caso, de personas que acaparan recursos y no quieren compartir con las personas pobres, es lo que nos lleva a “ensuciar la tierra”, y esto provocará el fin de nuestro mundo. Acaparar recursos, no convidar, son síntomas que nos podrían arrastrar a la lógica del progreso, por lo tanto a la destrucción.

Por mencionar otro caso, podemos hablar de la cultura guarasug’ we pauserna, ya extinta, en la cual se mantuvo siempre el mito del mensaje de Yaneramai, el cual rezaba: no detenerse para siempre en un solo lugar, sino avanzar camino hacia el poniente, donde se oculta el sol. Detenerse significaba, en este caso, convertirse en sedentarios, erigir una organización política y económica más compleja, por lo tanto una jerarquía y una diferenciación entre personas que dominan y que son dominadas, lo que era caer en la lógica del progreso, por lo tanto, la “tierra se ensucia” y se provoca el fin del mundo.

En este sentido, la conciencia histórica de los pueblos indígenas apuntaba a mantener las condiciones de vida en la que se encontraban, que tiene que ver con vivir de acuerdo a una conciencia comunitaria; es decir, sabiéndose que nada de la naturaleza nos pertenece, que somos un elemento más de ella a la que debemos nuestras vidas, por lo tanto nuestra deuda es con todo lo que la conforma. Así, la memoria del pasado no perfilaba al hombre a avanzar en un recorrido lineal donde lo de antes es considerado inferior, con la idea de que sus esfuerzos lo llevarán a alcanzar una etapa superior donde obtendrá mayor dominio de la naturaleza y del mismo hombre.

Por otro lado, encontramos entre las culturas de los pueblos indígenas la creencia en mitos, como el guaraní, Ivi maraei, o, el moxo, la Loma Santa, que nos llevan a pensar que estos pueblos, como en la cultura dominante traída de occidente, también creían a su modo en mundos ideales a los cuales se debían constituir o llegar, similares a los que nos empujan a ser partidarios del progreso. Sin embargo, esta sería una interpretación errónea, ya que estos mitos sólo impulsaban a las personas a moverse, a trasladarse, en busca de algo que en realidad ya lo estaban viviendo, justamente porque se quería que esa condición, que es una condición del vivir bien, no llegue a su término.

El Ivi maraei (Tierra sin Mal), por ejemplo, se lo expresa como mito y se lo vive como realidad. El Ivi maraei, significa un lugar donde se puede obtener alimento en abundancia y donde se puede vivir en libertad, sin estar sometidos a dominación y explotación alguna. En la región denominada por los españoles Cordillera Chiriguana, el pueblo guaraní encontró su Ivi Maraei. Se trataban de tierras muy fértiles para el cultivo del maíz. Por eso lo defendió tenazmente de la invasión colonial levantándose constantemente en pie de guerra.

Sin embargo, el pueblo guaraní-chiriguano mantuvo vigente el mito, como si la Tierra sin Mal aún no se lo hubiese encontrado, por eso algunos antropólogos consideran que la Cordillera Chiriguana apenas era la antesala del Ivi Maraei; es decir, que estaban cerca pero todavía no habían llegado a ella. Se mantuvo este mito, porque se tenía una clara conciencia de que el quedarse en esa región para siempre podía derivar en “ensuciar la tierra”, por eso había que caminar, no se podía ser sedentario por siempre. El pueblo indígena, de esta manera, sabía (es decir tenía la sabiduría) de que en realidad no era dueño de la tierra, no era dueño de nada, ni siquiera de sí mismo. Su obligación era con la naturaleza de la que se sabía parte.

No habían en realidad paraísos, ni terrenales, ni celestiales, entre las culturas de los pueblos indígenas. Es decir, no existía ni la idea de progreso, ni teológicamente en su imaginario estaba la presencia de un paraíso después de su muerte o del fin del mundo. Por esta razón, solían enterrar a sus muertos con sus pertenencias: al varón con su arco y sus flechas y a la mujer con sus enceres domésticos, porque se creía que estos al llegar al otro mundo que era muy similar al mundo terreno, vivirían en similares condiciones; es decir, tendrían hijos, tendrían que cazar, recolectar y cultivar para subsistir.

Sin embargo, siempre estuvo presente la conciencia histórica entre ellos, formó parte importante de sus vidas, no se trató por su puesto de la misma que se pregonaba e impulsaba desde el paradigma de la modernidad; ésta estuvo de acuerdo a una conciencia comunitaria. La conciencia histórica sirvió para vivir en armonía con la naturaleza para siempre, evitando así caer en el mal: el progreso.
La Paz, 19 de febrero de 2001


[1] Escritor e investigador social.


lunes, 7 de febrero de 2011

Una crítica para el tránsito hacia la descolonización:


Marcha indígena del Oriente boliviano por la reivindicación de derechos. Junio de 2010.
Fuente de imagen: www.aler.org

Bolivia: ¿Qué significa mandar obedeciendo?
Rafael Bautista S.[1]
La pregunta es necesaria ante la confusión gubernamental (que escuda sus dislates en algo que enuncia pero no comprende); no se trata de desvivirse por ella sino de la urgente necesidad que tenemos de remontar esa confusión gubernamental en clarificación popular; porque el mandar obedeciendo señala un nuevo modo de ejercer el poder. Si el poder es la categoría fundamental de toda política, de lo que se trata, en definitiva, es de proponer un paso trascendental: de la política moderna de dominación a una política de liberación (de toda pretensión de dominación). Proponer una nueva política significa transitar hacia ella; no se trata de una mera invención teórica sino de la transformación histórica de la propia praxis política. Por eso aparece la confusión, porque si no hay tránsito, no hay modo de señalar, menos de exponer, lo que no se ha transitado. Por eso hablan de lo que no saben. Si el concepto no ha hecho carne, ese vacío no puede llenarlo la fatua erudición; si la propia existencia no ha hecho el tránsito hacia lo nuevo, entonces la recaída se hace inevitable.
¿Por qué la política económica del gobierno no va más allá de lo que critica? Es fácil calumniar un modelo pero, si no se produce una crítica real, de nada sirve arrojar piedras hacia aquello que persiste en uno mismo; en este caso, la ingenuidad repite hasta la lógica de aquello que supuestamente critica: ante la complejidad de todo problema opta por el puro simplismo de reducir toda opción a la más usual (a esto se llama adicción: realizar una y otra vez la misma operación creyendo que alguna vez saldrá un resultado distinto; por más que se diga que se trataba de una adecuación de precios, era un gasolinazo y la respuesta popular no podía haber sido distinta).
Todos critican al neoliberalismo pero no saben salir de su lógica; algo similar sucede con el gobierno: despotrica contra el capitalismo pero no sabe hacer otra cosa. ¿Por qué? Porque no se trata de cambiar de camiseta; se trata de transitar efectivamente hacia ese más allá que se anuncia (el que no cree no transita y se condena a defender lo ya establecido, se vuelve inevitablemente conservador). Por eso lo de proceso no es pura retorica, y la descolonización no consiste en darle la espalda al presente (sino sacarlo de la inercia homogénea del tiempo matemático), o privarnos de futuro.
El asunto, en definitiva, es: ¿cuál futuro? El capitalismo ofrece un futuro, ese futuro es el producido por el modelo de vida que presupone: la modernidad. ¿De qué tipo de futuro se trata? El futuro de la modernidad es el mito de la ciencia moderna: el progreso infinito (donde todo es posible, hasta la vida eterna). Ese mito lo comparten derecha e izquierda, capitalismo y socialismo; por eso no era de extrañar que neoliberales y gobierno coincidan. En el fondo todos están de acuerdo con ese mito: que en el futuro (siempre postergado) todo lo prometido será cumplido, sólo basta sacrificar el presente. La creencia en ese mito conduce siempre a sacrificar todo presente por un futuro que nunca llega, por eso el sacrificio nunca termina. Pero si sacrificamos el presente no aseguramos ningún futuro; por privarnos el pan de hoy puede que no lleguemos a ningún mañana.
El gasolinazo seguía la misma lógica: para tener más dinero debemos sacrificar a los que nunca tienen, prometiéndoles lo mismo de siempre. “Hasta el agua cuesta más barato que la gasolina”, decía el vicepresidente. Pero, ¿quién pone esos precios?; no es el pobre, es el mercado, y ¿qué hace el gobierno?: quita la subvención a la gente y subvenciona al mercado internacional, con el hambre de los pobres. Eso se llama transferencia de plusvalor, de la periferia al centro. ¿Cómo se logra eso? Las nuevas ganancias de las petroleras son las que median esa transferencia.
El mito del progreso infinito es el mito del mercado global; el mundo moderno está diseñado para eso, para reducir los sueños de la humanidad a los sueños del mercado. Nivelar los precios quiere decir que nadie, a excepción del mercado, puede establecer el valor de todo: la gasolina vale más que la vida humana (definición moderna de humanidad: tener auto). Por eso el mito congrega a sus devotos (aunque se digan defensores de la Madre tierra) y los lleva a perseguir el mismo desarrollo que nos condena al subdesarrollo. Desarrollarse a la moderna es iniciar un proceso de industrialización salvaje y destructor; la integración vía carreteras fomenta también el parque automotriz y la consecuente demanda de gasolina; ahora bien, si no contamos con ese recurso, una verdadera planificación debiera tener en cuenta eso, antes de promover un futuro suicidio económico. Por eso los paliativos no eran tales; se diseñó la medida sin medir las consecuencias, como suelen hacer los que viven de espejismos. Aunque se digan anticapitalistas, siguen siendo desarrollistas, por eso el acuerdo con los neoliberales; ambos coinciden en aplicar el gasolinazo, sólo discutían la forma.
El mito del progreso infinito se traduce en la economía moderna hasta en sus dos polos opuestos: en el capitalismo se trata del equilibrio del mercado perfecto, en el socialismo la planificación perfecta. El perfil de ambos se prescribe desde aquella previa abstracción que realiza, previamente, la ciencia moderna: el progreso infinito es sólo posible abstrayendo la vida del ser humano y la naturaleza; es decir, sólo vaciándolos de realidad y vida es que puede postularse una ilusión semejante. ¿Cómo puede postularse un progreso infinito sabiendo que los recursos naturales y el trabajo humano no son infinitos? La explotación insensata tiene su justificación en ese mito. Lo cual lleva a la degeneración de la economía moderna: de ciencia que estudia la sostenibilidad de la producción y los recursos, a mero arte del lucro y la codicia (para que no digan que es sólo asunto de indios, hasta al mismo Aristóteles ya le preocupaba que la oikonomie degenere en crematisitike). Desde que la economía confunde sus propósitos, aparecen las distorsiones; se origina la ciencia de los negocios: la economía persigue tasas infinitas de crecimiento, por eso privilegia criterios abstractos como la tasa de ganancias, equilibrios fiscales, estabilidad macroeconómica, etc. La cuestión es: ¿se puede vivir con eso?, es más, si nos proponemos la justicia y la igualdad, esos indicadores, ¿son racionales? Amartya Sen lo pone de este modo: mal se habría desarrollado una economía que aunque poseyera índices positivos de crecimiento no hubiera realizado su ideal de vida buena.
Si el ideal es el vivir bien y la economía que adoptamos no realiza aquello entonces esa economía no sirve para vivir. La réplica diría: no es posible ahora pero mañana sí. Esa réplica confirma el mito; el futuro es siempre aplazado en la infinitud del tiempo abstracto, por el cual todo presente debe ser sacrificado. La modernidad viene prometiendo realizar los más grandes sueños de la humanidad desde hace cinco siglos; en nombre de estas aspiraciones nos conduce al actual callejón sin salida que padece la humanidad: la múltiple crisis civilizatoria que agudiza la muerte del planeta y de toda la vida. Se trata de una racionalidad irracional que sólo sabe destruir para producir; por eso se trata de una racionalidad que es imposible de superar si es que no se ha salido, lógica y existencialmente, de ella.
Por eso no es nomás calumniar al capitalismo (los que cambian de bandera son casi siempre los más gritones). La crítica verdadera no es producto sólo del descontento sino de la esperanza de generar alternativa, y hay ésta porque lo que no hay ahora (la utopía que se persigue) pone en su verdadero lugar a lo que hay (la injusticia, que ya no es eterna sino se hace histórica, o sea, posible de ser superada). Aparece el pensamiento revolucionario, no sólo proponiendo lo que no hay sino manifestando su posibilidad; el conservador defiende sólo lo que hay y por defenderlo se somete a lo dado. Por eso tiene poca capacidad imaginativa.
Lo que no puede atravesar existencialmente es imposible que siquiera lo exponga teóricamente. No ha vivido aquello, por eso lo que dice es pura demagogia que ni él mismo cree. ¿Cómo proponemos una nueva economía? Sin una descolonización previa eso es imposible; descolonización aquí quiere decir desmontaje y desmantelamiento total. Porque la dominación no es sólo discurso sino, más que una lógica, una racionalidad que origina un conocimiento pertinente para su propio desarrollo.
¿Por qué hay gasolinazo?, y lo más grave: ¿por qué se presenta inevitable?, ¿por qué parece no haber alternativas? El circo mediático que provoca la derecha no ayuda a entender el asunto, porque ella es la primera enceguecida por el fetiche que ahora parece hacer nido en el propio Estado plurinacional: el mercado global. La curiosa confluencia de gobierno y oposición (pues ambos coinciden en la medida) muestra ya la ausencia de alternativas que se propina el propio gobierno al someterse a las reglas del mercado global. Lo triste de este sometimiento es que no se produce por ausencia de legitimidad popular, recursos estratégicos, ventajas geopolíticas o activos ideológicos (comparables al 52, lo señalado supera cualitativamente la base material de la revolución de abril).
Fuente de imagen: www.carakan.com
No sólo las condiciones contextuales sino políticas, históricas y subjetivas son, otra vez, envidiables, pero se las rifa desde la más ingenua tozudez academicista de continuar interpretando un proceso descolonizador desde la misma perspectiva euro-norteamericano-céntrica, es decir, colonial, es decir, moderno-occidental. Se trata de esta aporía: mirarnos, en el proceso de nuestra liberación, siempre con los ojos del dominador (que tenemos adentro, bien instalado). Por eso el Estado plurinacional se diluye, otra vez, en una reposición del Estado moderno-liberal-colonial, con su cara actual: el proyecto autonómico.
Por eso el gobierno sólo puede concebir un Estado plurinacional autonómico y jamás un Estado plurinacional comunitario. La diferencia es cualitativa para aquel que verdaderamente abandona el Estado colonial. Por eso se trata de transitar; no de un tránsito cualquiera sino el tránsito de una forma de vida a otra. La política trata de eso: de proponernos un nuevo modo de vivir en común. Eso es lo que hace a un proyecto revolucionario. La reforma autonómica no hace más que performativizar el Estado liberal; una reforma que en ningún caso es revolucionaria, por eso su modelo es a la española, belga o canadiense; es decir, sigue siendo ajeno y nunca deducido de nuestra propia historia y nuestras propias contradicciones. El que no sabe ser libre opta, hasta en su liberación, por el modelo de su antiguo patrón; por eso no cuestiona ni la irracional distribución territorial colonial. Si quisieran atacar de fondo el carácter feudal del oriente boliviano tendrían que empezar por eso; pero en una visión colonial, la herencia republicana no se objeta sino se la sacraliza.
La falta de alternativas proviene de aquella sumisión; se trata de una apuesta también teórica: el que parte de lo dado deviene en conservador (aunque se haga guerrillero). Y como todo conservador, su apuesta consiste en la estabilidad, en el retorno al orden establecido (como en el futbol boliviano, mete un gol a los 10 minutos y se repliega defensivamente esperando el milagro del minuto final); jamás se propone el salto, por eso no lo piensa. Si piensa sólo lo posible entonces se condena al orden de lo establecido y, en economía, ese orden, es el orden del mercado global capitalista (su única preocupación consiste en: ¿cómo ingresar en él?).
También es conservador porque cree que la derrota del enemigo es militar o política, y no se da cuenta que la dominación no es sólo política o económica sino también cultural y hasta financiera. Su ceguera no proviene de su mala voluntad sino de su ausencia de horizonte; vive cuestionando el capitalismo pero, en el fondo, no sabe hacer otra cosa que reproducirlo; propone un mundo nuevo pero sigue viviendo el viejo; habla de un nuevo Estado pero sus nuevas leyes no cuestionan su fundamento colonial.
El año pasado, de modo aleccionador, Boaventura de Sousa (pensando el golpe suscitado en Ecuador) reflexionaba a nuestro vicepresidente sobre la contradicción inherente en el Estado: el Estado que piensa que lo conservador está fuera de él es, precisamente, el Estado liberal. Es decir, un Estado que piensa de ese modo, no ha salido de la relación sujeto-objeto y devalúa al pueblo a mero objeto de la política que, como patrimonio exclusivo del Estado, reproduce la dominación que pretende superar; no sólo porque actúa desde arriba sino porque al devaluar al pueblo devalúa la misma política.
Entonces no hay cambio; no puede haber obediencia a un objeto. El pueblo se reduce a mero obediente y la política a mera administración, es decir, se tecnifica. Por eso el constante retintineo: “precisamos técnicos”, “es que es cuestión técnica”, etc. Ponerle cortinas a un dormitorio es cuestión técnica, pero construirnos una casa ya no lo es; y si se trata de la casa grande, con mayor razón. La construcción de una nación y, por ende, de su Estado, no puede reducirse a mera técnica. Porque de lo que se trata es de construir el sentido de nación y, en consecuencia, el contenido del fundamento del propio Estado. El que cree que estas cuestiones son inventar el agua tibia es aquel que no es consciente de la colonialidad de los presupuestos de los cuales parte, pues precisamente estos le dicen: si ya todo está dicho. El problema es: ¿quiénes lo han dicho?; europeos y norteamericanos; es decir, todo lo han dicho los que nos dominaron y, ¿qué se deriva de lo que han dicho?: que la única alternativa es la de ellos. La colonización es tal que, ahora que está el primer mundo en crisis multiplicada, ¿cambia en algo la visión del colonizado? No. Ahora él mismo se ofrece como garante de la recuperación del primer mundo, aun a costa de la propia vida de su país.
El gasolinazo tiene ese contexto. El gobierno se mete en un callejón sin salida por un pésimo asesoramiento económico-financiero. Las transnacionales hidrocarburíferas no son un apéndice autónomo del mercado global (por eso las lecturas unilaterales, hoy en día, están conduciendo al fracaso político de procesos de liberación) y la penetración de las lógicas neoliberales no son tan obvias como se cree ingenuamente; porque las petroleras, el capital financiero, los organismos multilaterales, la banca privada internacional –quienes se vinculan en la intimidad de lo profundo de la estructura económica mundial– son determinaciones funcionales del mercado global que, para su recomposición, no sólo precisa de nuevos y mayores recursos para su expansión sino, lo que es más peligroso, precisa destruir toda alternativa que muestre ser posible y sostenible de ser realizada. Si alguna posibilidad se sostiene de modo real, se desmorona el totalitarismo actual del mercado global; por eso la guerra financiera que desata la banca anglosajona. El paulatino copamiento de la visión financierista en el gobierno muestra la pérdida paulatina del horizonte de descolonización en el ámbito de la economía. Basta que un componente financiero ligado a la acumulación global ingrese en el Estado, para que todos los demás anden como Pedro por su casa.
En su informe anual, el vicepresidente señalaba que eran falsas las acusaciones de capitalismo de Estado; según él, capitalismo significa acumulación y no hay sector o clase en el Estado que esté acumulando para sí capital. Como la discusión política ha degenerado tanto (gracias sobre todo a los medios), se trata de una respuesta de manual a una calumnia de mercado; porque ni la denuncia busca la verdad, sólo la venganza, ni la respuesta ofrece comprensión, sólo porfía. En esa discusión, entre gobierno y oposición (del dime con quién te acuestas y te diré a qué hueles), que tanto festejan los medios y a la cual cae como corderito un gobierno que no atina a desembarazarse de esa mediación perversa que provoca la mayor parte de desencuentros hasta nacionales, se pierde el ámbito de discusión propiamente política, la que debería generar un proceso de las características del boliviano: si hay un cambio de época, ¿cómo describimos la nueva época a la cual se abre, no sólo Bolivia, sino el mundo entero?
En ese sentido, el asunto de la acumulación debe analizarse desde otros ángulos. Es cierto que no hay acumulación personal o corporativa directa, pero al establecerse criterios mercadotécnicos para evaluar el crecimiento de la economía, lo que se hace es pretender medir las expectativas reales con indicadores falsos. Todos los indicadores macroeconómicos no son inocentes y todos responden al desarrollo y crecimiento del capital global, estos miden cómo nuestras economías, fieles a un sometimiento estructural, continúan transfiriendo plusvalor al capital central global, ahora financiero.
Lo que no se da cuenta el vicepresidente es que el Estado plurinacional ahora acumula capital no para sí sino para el mercado global, o sea, continúa transfiriendo la sangre de nuestro pueblo objetivada en capital para el apetito del Moloch que hablaba Marx (del ídolo moderno al cual se sacrifican millones de vidas para inflar sus ganancias). La transferencia, hasta de modo inocente, se hace en las tan aclamadas reservas. Se sigue alimentando una moneda (el dólar) que, como el vampiro, vive de chupar sangre ajena para seguir viviendo. Tal vez nunca le dijeron a nuestro presidente que nuestros intereses son menos de los usuales, por los dislates de los neoliberales; pues de ganar mejores intereses en otras instancias financieras, resulta que nuestras reservas apenas reciben un 0.25% anual en la banca anglosajona ligada estrechamente a intereses espurios en el petróleo y la producción de armas. No vaya a ser cierto aquella fábula religiosa: dinero maldito no produce felicidad (agregaríamos: la liberación se corrompe por el uso que se le asigna a lo ganado).
Como se acumula para el mercado global, entonces se trabaja para costear, otra vez, la dominación estructural; si no podemos hacer uso de nuestro dinero y sólo lo tenemos como garantía entonces nos sometemos al crédito internacional (en el caso de la CAF pagamos los créditos a razón de 8% anual). La lógica de la deuda penetra, esta vez, en el nuevo Estado. Nunca se es sujeto de deuda como cree ufanamente el presidente; la deuda, en el mundo moderno, es lo que devalúa la condición de ser sujeto, porque se trata de una lógica que desarrolla la dependencia sistemática de los países pobres, imposibilitando toda pretensión de soberanía, porque con el crédito no sólo entra dinero sino las condiciones para la reproducción de éste en capital global. El primer mundo introduce en los créditos nuevos procesos de acumulación para maximizar los componentes orgánicos del capital financiero global; ante la crisis financiera y la ausencia de liquidez en la banca privada internacional, ésta se recompone mediante la transferencia de plusvalor, ya sea como intereses de deuda y como incremento en las reservas (siempre en dólares).
Nuestra pretendida independencia económica se desdice por la transferencia sistemática que se hace de soberanía; es decir, recuperamos lo nuestro para devolverlo de nuevo a los mismos ladrones. La soberanía no se queda con nosotros sino la transferimos al dólar, que se recupera a costa nuestra. Nuestra servidumbre se hace voluntaria, la condición colonial parece nuestra segunda naturaleza. El imperio ya no necesita invadirnos; solo precisa ingresar, vía crédito internacional, financiando –y muy bien– la reposición del Estado liberal moderno (que se llame o deje de llamarse plurinacional no le preocupa; con tal que restablezca su carácter dependiente, hasta puede honrar al indio por semejante vuelta a la normalidad).
El Estado se recompone literalmente, por eso la disputa de los ministerios acaba con la primacía del sector financiero, los autores del gasolinazo: si la planificación es macroeconómica financiera, no hay economía plural, menos Estado plurinacional; si este sector abre el Estado a las condiciones que pone el crédito internacional, permite el ingreso de toda la lógica neoliberal, por eso no es de extrañar el argumento reiterativo: para justificar el plan económico se escudan en la econometría del Banco Mundial. La ponderación no es gratuita: el gobierno lo hace muy bien, mejor que los neoliberales; pues los indicadores económicos positivos que nos muestran es para señalar lo bien que nuestra economía desarrolla la acumulación del mercado global y lo bien que se recompone nuestra dependencia estructural. Por eso tampoco es de extrañar que hasta el Evo ya se haya creído el cuento de “exportar o morir”.
Uno de los argumentos del gasolinazo es cierto, se trataba de privilegiar un sector, el agroindustrial; pero cuando el vicepresidente anuncia las medidas paliativas, extrañamente algunas compensan exclusivamente a este sector (como es la compra por parte del Estado –a precio internacional– de la producción que monopoliza el capital agroindustrial del oriente); y cuando después del gasolinazo surgen recién los consensos, uno de los interlocutores privilegiados es, de nuevo, el agroindustrial. El interés primordial de este sector es la exportación, su inclinación productiva se debe al mercado mundial, parte de esa lógica y se debe a ella, es decir, actúa según las reglas del mercado. Desgraciadamente esa lógica ya convenció al presidente; ahora, para él, la garantía para abastecer el mercado interno se deduce de lo que sobre de las exportaciones. Esta sumisión a las necesidades del mercado ya lo venía expresando, aunque de modo anecdótico, en su primera gestión: gobernar es hacer buenos negocios. Eso les abrió las puertas del Estado a los que piensan la economía como ciencia de los negocios; curiosamente apadrinados por quienes, en el gobierno, se creen socialistas.
Nada raro. Los marxistas que convirtieron al marxismo en una escolástica y a El Capital en un catecismo, acabaron con la política y, en su defecto, crearon una nueva secta (jacobinos declarados no supieron hacer otra cosa sino una nueva religión) que levantó nuevos ídolos a los cuales inclinarse: las leyes de la historia, la materia eterna, la visión científica de la vida, etc. Sin detenernos en todos estos disparates (que Marx nunca, es justo decirlo, difundió), basta señalar la incoherencia de una medida como el gasolinazo con toda la teoría que desarrolla Marx. Lo que llaman la adecuación de precios (de la gasolina y el diesel) es adecuación a los índices que establece el propio mercado; esto quiere decir, en lenguaje marxista, subordinación a las leyes que actúan a espaldas de los actores; si el mercado decide, entonces los seres humanos ya no son actores (y menos la naturaleza), lo que es peor, el mercado decide la vida y la muerte de los seres humanos. Esto es precisamente la denuncia al sistema de categorías de la economía política burguesa: el capitalista piensa que sin capital no hay nada, ni siquiera vida. Marx responde: el capital no es nada más que el robo que se le hace al trabajo vivo, es decir, el robo que se le hace a la propia vida, por eso dice, de modo categórico, el trabajo es todo. El fetichismo consiste en creer que sin capital (inversión) no hay nada. El trabajo es todo quiere decir: el fundamento del propio capital es el trabajo humano.
Una economía que parte del capital, de la inversión (por eso se somete a las condiciones de las petroleras), a costa de la vida de los seres humanos y a naturaleza, es una economía que privilegia los negocios, el crecimiento macroeconómico, las ganancias, y cuyas consecuencias son, en el mediano y largo plazo, la muerte de todos y de todo. Cuando el gobierno sale en auxilio de las petroleras y se propone cortar la subvención para promover la inversión, lo que hace es subvencionar a las petroleras con el hambre de su propio pueblo; éstas arguyen que la producción de un barril de petróleo les cuesta más de 50 dólares, pero no dicen que este precio supera hasta la media internacional en diez veces (y tampoco, obviamente, señalan que ese precio sobreestima su verdadero costo, pues ese petróleo no es ni siquiera fruto del trabajo de exploración de las petroleras sino del desmantelado YPFB en el periodo neoliberal; aun vendiendo a 27 dólares el barril sacan considerables ganancias, pero si su interés es el mercado global, se entiende que nuestra gente les importa poco y esto parece transferirse al gobierno cuando estipulan la lógica de las ganancias –de las petroleras– como indicador exclusivo de crecimiento en ese rubro).
Ahora bien, si el diagnóstico fuera más sensato, la medida se inclinaría a cobrar a PETROBRAS los líquidos que van contenidos en el gas y que los brasileros reciben gratis (ya hay diversos análisis que señalan que la supuesta recuperación de más de 300 millones de dólares del contrabando que pretendía el gasolinazo, queda corto frente a la recuperación de más de 700 millones de dólares que se obtendría cobrando a los brasileros los líquidos; es decir, hablando de subvenciones, se pretende dejar de subvencionar al mercado interno pero se subvenciona a PETROBRAS lo que después ellos separan en suelo brasilero, acrecentando ganancias extraordinarias).
En definitiva, el asunto no es subvencionar o no sino: bajo qué criterio subvencionamos a tal o cual sector de la economía. Los gringos subvencionan su producción agrícola, y el primer país capitalista, Inglaterra, empezó subvencionando su producción para después abrirle las puertas a la exportación masiva de ella. Si hasta en China los carburantes se hallan subsidiados; esto quiere decir que la protección de la economía nacional pasa por desacoplamientos sistemáticos de las reglas del mercado global; lo contrario, articularse demasiado a estas, es lo más suicida. En eso consiste, entre otras cosas, el éxito de las economías asiáticas; uno no es nunca independiente del todo, es independiente en la medida en que es consciente del grado de dependencia que tiene (la dependencia no es nunca unilateral, por eso las desventajas actuales se pueden hacer ventajas futuras), por ello el manejo de la economía no puede ser técnico sino político, porque se trata de desestructurar sistemática y paulatinamente los componentes orgánicos de la dependencia. La técnica es sólo la deducción hasta mecánica de principios ya establecidos; pero si nuestro objetivo es proponer algo nuevo, ¿cómo podemos subordinarnos a indicadores ya dados y establecidos por la economía capitalista neoliberal? Si todo asunto es sólo técnico, entonces no hay nada nuevo para hacer, sólo repetir lo que ya había. El conservador se esfuerza disciplinadamente en mantener a toda costa lo establecido, es su dogma de fe.
No se transita a una nueva política por entusiasmo o buenas intenciones; no se produce como derivación de un dogma, tampoco se trata de un cambio automático. Se trata, en efecto, de un tránsito. Por eso siempre se insiste: el cambio es un proceso. El proceso nuestro tiene su referencia concreta: es un proceso de descolonización. Se trata de un tránsito que ya no es sólo lógico sino existencial.
El sector intelectual del gobierno se esmeró tanto en vaciar aquella legitimidad lograda el año pasado que, en tiempo record, no sólo socavaron la confianza nacional sino que, de modo hasta dramático, no hallan mejor remate que replicar aquello que tanto critican: el modelo neoliberal. El carácter financierista que iba adquiriendo la política económica no era accidental, sino que respondía a la incapacidad de transitar hacia una nueva economía más allá del capitalismo. Cuando Zavaleta decía que la creencia irrenunciable de la casta señorial consistía en su juramento de superioridad sobre los indios, “aun con marxismo o sin él”, se refería a esta incapacidad; por eso habla de “paradoja señorial”. Esto quiere decir: el retorno al origen de clase; el que es incapaz de transitar hacia lo nuevo se devuelve, inevitablemente, a lo que siempre fue (y se junta con los de su misma condición). Por eso: el poder no cambia a la gente sino muestra lo que verdaderamente es.
En Bolivia, el origen de las clases es la disolución de la comunidad en atomización individual; es decir: para que aparezcan las clases debe desaparecer el proyecto de nación (y las naciones que podrían formular semejante proyecto). Desaparece como proyecto porque desaparece su contenido hasta cultural; lo plural se reduce a la diferencia numérica, lo que queda es el ciudadano, que vale por lo que tiene. El Estado es señorial porque sólo los señores tienen; es colonial porque el señorío es sólo aparente (la paradoja boliviana no sería la de un burro cargado de oro sino la de un burro que se cree señor).
¿Por qué la recaída? Porque al no haber transito existencial no hay posibilidad de advertir alternativas. Sólo aparecen las alternativas cuando se ha salido, de modo efectivo, de lo aparentemente inevitable. De lo contrario nos condenamos a, lo que llama Hinkelammert, las fuerzas compulsivas de los hechos. Si la política es el arte de lo posible, en la visión del conservador, el arte se vuelve pura técnica, es decir, derivación de lo establecido. Es conservador porque se somete, según Marx, a leyes que actúan a espaldas de los actores. Entonces desaparece la política y se convierte en pura administración de la economía convertida en ciencia de los negocios. Lo posible ya no es posibilidad sino sólo lo admisible por lo establecido.
Lo establecido es el viejo orden financiero unipolar, que trata de sobrevivir a su crisis produciendo nuevas sangrías en los países pobres. Por eso se dice, y con razón: una verdadera liberación nacional pasa por una liberación financiera. Optar por el gasolinazo no era más que seguir leyendo el siglo XXI desde el siglo XX. Los colonizados son los que viven en el pasado; incapaces de transitar hacia lo nuevo, sólo saben aferrase a lo viejo. 
Si la constitución de un nuevo Estado parte de las necesidades del viejo Estado, entonces no hay constitución sino reposición; ello teóricamente apuntaba a un nuevo termidor, esa era la conclusión de un jacobinismo criollo. Lo débil o lo fuerte son cuitas del Estado colonial, no tienen por qué serlo de un nuevo Estado plurinacional. Pretender un Estado fuerte es, básicamente, diluir la hegemonía en dominación pura. Nuestro vicepresidente, fiel a su weberianismo más ortodoxo, no concibe otra forma de ejercer el poder sino constituir al pueblo en obediente. Pero, de ese modo, la política se devalúa; si sólo hay obedientes no hay actores y si no hay actores no hay legitimidad alguna. Sólo después de lanzada la medida se acordaron que había que consultar al pueblo.
Proponer una nueva política pasa por desmontar la concepción del poder que tiene la política moderna que, en Weber, tiene su postrera expresión: la dominación legítima ante obedientes. Pero no puede haber dominación legítima, es una auto-contradicción performativa. Tal obediencia no produce legitimación; si la dominación produce obedientes no es nunca obediencia libre. Si hay sólo obediencia (pasiva y sometida) no hay libertad. Si no hay libertad hay dominación. Por eso: toda dominación es ilegítima.
Cuando hay dominación hay, lo que suele llamar nuestro vicepresidente: expropiación de la decisión. Pero si ésta es expropiada entonces no hay “mandar obedeciendo”, hay “mandar mandando”. Cuando el pueblo ya no es sujeto de decisión, el pueblo es devaluado como objeto. Cuando la política se expresa en la relación sujeto-objeto, el sujeto, o sea, el político, debe previamente vaciarse de toda relación con lo ahora constituido como objeto, o sea, el pueblo. Por eso, al expropiarle su capacidad de decisión, le expropia su capacidad de ser sujeto. Por eso el político ya no escucha y se vuelve autorreferencial; tampoco se hace sujeto. El político de la dominación siente una profunda desconfianza hacia su pueblo; por eso, una vez en el poder, ya no le consulta. Dice que quieren copar el Estado pero, para evitar eso, no genera procesos de democratización al interior de las organizaciones, sino que pacta con sus dirigencias (para imponer medidas); es decir, fomenta, él mismo, la corrupción que critica.
Vociferar contra el capitalismo es fácil. Lo que ya no es fácil es salir de su lógica; pero sólo comprendiendo y atravesando su lógica es que podemos salir de él. Pero salir lógicamente quiere también decir: salir existencialmente. Por eso la pura retórica no sirve; de eso está lleno el marxismo del siglo XX (los izquierdistas criticaban al capitalismo, pero no sabían hacer otra cosa sino replicarlo). Para superar la lógica del capital hay que atravesarlo, lógica y existencialmente, y la ortodoxia marxista, en ello, fue desastrosa; diluyendo la obra de Marx en una escolástica no hicieron más que crearse una nueva religión que escupía a todos los dioses.
El neoliberalismo y el posmodernismo justificaron aquello: vivir sin dioses es no creer en nada, menos en un mundo más justo, por eso, lo único que resta, es administrar, del mejor modo, lo que hay: dorar la dominación y edulcorar la injusticia. Por eso no dudaron en cambiar de bando y, aunque les cueste creer, lo que hicieron fue otorgarle la legitimación que siempre precisó la burguesía, en todos lados: brindarles las banderas de los oprimidos, en bandeja de plata. Por eso no es de extrañar que los asesores gubernamentales sean marxistas trasnochados que, al modo de los vampiros, sólo saben vivir en la noche de sus nostalgias, pues en el día, en el jach’a uru, el gran día que ha llegado, no saben ver nada sus ojos ciegos.
¿Qué significa mandar obedeciendo? Su significación es el contenido que emerge del tránsito hacia un nuevo modo de concebir la política y, en consecuencia, de producir y crear una nueva praxis política. Significa constituir al pueblo en sujeto. Pero esta constitución no se la realiza desde el Estado sino que el Estado se transforma en la mediación institucional para la constitución del propio pueblo en sujeto.
Es algo que el propio pueblo debe de también saber atravesar; porque el pueblo también se puede dejar arrastrar por la inercia de las leyes que actúan a espaldas de los actores; es cuando cree que la delegación de poder que ha producido acaba con su propio poder, cuando espera que el futuro llegue sin proponerse producirlo. No es sujeto porque no sabe ser sujeto y, en consecuencia, no actúa como sujeto. Por eso, si en el proceso aparece la recaída, se trata de una recaída también en el propio pueblo, en el proceso mismo de su constitución; en el creer que lo logrado lo es todo y no una parte de su propia acumulación como historia contenida, comprendida y realizada, esto es, que la autoconciencia lograda sea productora de historia propia.
“Ahora es nuestro tiempo” quiere decir: subordinar el tiempo de las cosas y las mercancías al tiempo verdaderamente humano. Vivir la política y la economía de modo humano. No hay humanidad sin naturaleza, por tanto, recuperar nuestro ritmo es recuperar el equilibrio. Si no hay diálogo en nuestras vidas es porque no hay equilibrio; eso es lo que hay que producir. Obedecer ya no es bajar la cabeza sino significa sintonizarse con el ritmo de la vida que fluye humanamente en forma de dignidad. Ser sujeto es ser digno. Desde la dignidad uno concibe el mando como merecimiento y el obedecer como virtud. Por eso el verdadero líder es aquel que se resiste a serlo: si alguien es más humilde que yo entonces es superior a mí. El verdadero obedecer es el saber escuchar; si el pueblo es objeto no tiene sentido escucharle, pero si es sujeto, la primera condición de este reconocimiento es el saber escuchar su palabra interpeladora.
Mandar obedeciendo es sólo posible en una nueva forma de vida; una nueva forma que no se halla más allá de esta vida sino en ésta, pero de modo ausente. Pero su ausencia no la revela su no existencia sino la imposibilidad que tenemos de verla, aunque se halle ante nuestras narices. La verdadera vida no está en otra parte y el mandar obedeciendo no es otro poder sino el modo más realista de desplegar el poder. Poder no como propiedad sino como voluntad de transformación, el origen de toda política. Cuando la crítica superficial dice: quien pierde con el gasolinazo es el realismo político, no se pregunta lo que debería preguntar: ¿es realista el realismo político? (porque los supuestos realistas resultaron ser los más ilusos, pues ni siquiera supieron medir los tiempos y aplicaron un gasolinazo a un pueblo festivo en plena fiesta, algo imperdonable). No hay crítica sin autocrítica. Por eso el pueblo también debe de ponerse en el lugar de la crítica.
Pues todos aspiramos a una forma de vida que consiste en la acumulación sin fin de satisfactores de deseos infinitos; un deseo de riqueza que choca, inevitablemente, con los límites reales de la propia naturaleza. Todas nuestras demandas se reducen a mejoras salariales que compensen nuestra adicción al consumismo (si la producción se orienta por esta clase de consumo entonces cavamos nuestra propia tumba, generamos la lógica que nos destruye, pues nuestro poder se diluye exclusivamente en poder comprar mercancías que chorrean sangre humana y sangre de la naturaleza, propiciamos la explotación; por eso aspiramos a la riqueza y esta aspiración, cuando se hace motor del desarrollo, genera inevitablemente la miseria necesaria para satisfacer la insatisfacción absoluta: la codicia). La sociedad moderna se organiza según este patrón, es un conglomerado de interese individualistas dispuestos bajo el único interés de generar riqueza, por eso es un orden del desorden, cuyo único equilibrio consiste en el desequilibrio constante que produce la competencia generalizada: el hombre lobo del hombre (lo que pone la modernidad como lo anterior a la sociedad –moderna– resulta ser el modelo de vida de esa misma sociedad).
Por eso la alternativa real es el descreer de esa forma de vida, atravesar la forma de vida moderna hacia un nuevo modo de vivir. El modo de vida fundamentado en la riqueza nunca ha solucionado los problemas que la producción de esa misma riqueza ha generado. Cinco siglos de modernidad, tres siglos de capitalismo, casi medio siglo de neoliberalismo, no han sido nunca la solución de los problemas que ellos mismos crearon. Por eso la solución nuestra no es copiar el mismo desarrollo que nos condenó al subdesarrollo. La solución consiste en proponernos una nueva forma de vida más humana y más digna, cuya constante nunca más sea que la vida de unos cuantos signifique la muerte de muchos. Quienes transitan a esa nueva forma de vida tienen la autoridad que brinda el testimonio, porque esa autoridad emana de una purificación existencial, la purificación de toda pretensión de dominación. Por eso la obediencia recupera su carácter liberador. En la dominación la obediencia es pura sumisión; en la liberación no es tampoco insubordinación sino: el respeto sagrado a la dignidad absoluta del otro que no soy yo. Porque la obediencia es la consecuencia del escuchar verdadero. El verdadero político de la liberación es el servidor; el que se hace libre liberando, es decir, sirviendo, y sólo es capaz de servir el que sabe primeramente escuchar.
 
La Paz, 26 de enero de 2011
 



[1] Autor de: ¿Qué significa el Estado plurinacional?, y, Hacia una constitución del sentido significativo del vivir bien. Rincón ediciones.

viernes, 4 de febrero de 2011

Reflexiones sobre la condición colonial:

Una procesión en San Javier
La colonización subjetiva[1]
Emilio Hurtado Guzmán
Colonización
La colonización puede ser definida como el proceso por el cual un determinado grupo de personas de un país concreto ocupa un territorio que no es suyo con el fin de explotar sus recursos naturales y humanos, anexándolo a las posesiones del Estado al que pertenece. Para esto, claro, tiene que haber una justificación, porque no se puede ocupar un territorio que pertenece a otros sin un pretexto que aparente justo. Por lo tanto, se crea el mito de la inferioridad del otro y su correlato, el mito de la superioridad del colonizador. Se dirá, por ejemplo, que el territorio a ocupar está habitado por tribus incivilizadas y que el régimen colonial los civilizará, que son tribus paganas y viven fuera de la ley de dios y que el régimen colonial los evangelizará y salvará sus almas, etc. Así se encubre el verdadero fin de la colonización, que tiene que ver con la acumulación de riquezas a través de la explotación de los recursos naturales y humanos con las que cuenta el territorio a colonizar, y no así con las buenas intensiones del colonizador, que en realidad con relación al respeto al otro no las posee.
Bien, ocupar un territorio para el colonizador puede significar poblarlo construyendo ciudades y estableciendo instituciones de gobierno, o simplemente controlarlo con cierta presencia estatal, si no se trata de territorios habitables, aptos para la vida humana, aunque cuenten con ciertos recursos naturales. De una u otra manera, la colonización no será posible si no se cuentan en el territorio a colonizar con fuerza de trabajo para ocuparla en el aprovechamiento de sus recursos naturales. Para que la colonización cumpla su fin de brindarle riquezas al colonizador, este deberá trasladar personas a su territorio ocupado para utilizar su fuerza de trabajo en la explotación de los recursos, o, si existe grupos nativos debe dominarlos para explotar su fuerza de trabajo de estos, en caso de ser imposible debe eliminarlos para que no resulten un obstáculo a los fines colonizadores y optar por la importación. De esta manera, la colonización no podremos entenderlo sin el factor fuerza de trabajo, recursos humanos. No hay colonización donde no se puede contar con fuerza de trabajo a ser explotada. Los recursos naturales y riquezas en general no se extraen por si solas. El colonizador puede perder interés en el territorio que quiere colonizar si este no cuenta con grupos humanos posibles de dominar para ser explotados, o si le es imposible trasladar grupos humanos a ese territorio. Pensemos en países como Cuba, a los cuales se tuvo que trasladar una gran cantidad de esclavos negros del África, o en ciudades como Santa Cruz cuya fundación no hubiera sido posible si los españoles no hubieran constatado la existencia de decenas de grupos étnicos en la chiquitanía, pero también en Potosí cuyo cerró devoró a miles de indígenas no sólo del Altiplano, sino de distintas partes del subcontinente.
El colonizador se apropiará de un territorio que no es suyo para explotar sus recursos naturales. Su mirada está por ejemplo en el oro, la plata, las especias, la madera, etc. Para ello necesita fuerza de trabajo. Su mirada entonces se dirige a las sociedades nativas del territorio que quiere colonizar, a las cuales de todos modos tiene que dominar si quiere iniciar su proceso colonizador. De esta manera, el colonizador se presenta primero como conquistador. Se valdrá de distintas estrategias, desde las más sutiles hasta las más violentas, para conquistar a las sociedades nativas. Recurrirá principalmente a la división de las sociedades nativas para dominarlas por medio de ellas mismas. Con el dominio del territorio o de gran parte de él, y de una buena parte de su población, paralelamente el colonizador ha iniciado la explotación de los recursos naturales y humanos de lo que comenzó a ser su colonia.
Para ejercer y administrar la dominación de su colonia el colonizador impone lo que se denomina colonización política, que es la subordinación de las instituciones de los antiguos estados de las sociedades nativas a las instituciones de dominación colonial, o simplemente se traduce en el desconocimiento de las antiguas instituciones estatales nativas y la imposición de las instituciones coloniales. En lo que respecta a la práctica económica colonial, el colonizador subordina los sistemas de producción y de trabajo nativos a su propia acumulación a través de la explotación de los recursos naturales y la fuerza de trabajo. La dominación colonial se traduce en el control constante y la violencia extrema hacia el colonizado, para que este se resigne a la subordinación, no se levante contra su colonizador. Hasta aquí es insostenible la colonia a largo plazo. Para que lo sea, incluso, más allá del mismo dominio de colonizador en el tiempo, se debe iniciar una verdadera colonización subjetiva.
La colonización subjetiva
Si bien el colonizador, en un inicio, ha logrado dominar a las sociedades nativas por la fuerza de las armas, no se siente vencedor aún, no se puede sentir. Sabe que en cualquier momento sus dominados pueden rebelarse, o si una parte ya lo hizo y se esconde en la clandestinidad puede atacarlo y así poder liberar a los suyos, entonces su colonia se vendría abajo, él mismo sería eliminado. Las sociedades dominadas, no se resignan ni lo harán jamás a estar sometidas por la fuerza de las armas, porque mantienen una conciencia colectiva autónoma, tienen una identidad nacional, y en general una subjetividad de libres. Mientras se mantenga esta subjetividad continuaran reproduciéndose como sociedades concretas, autónomas en su modo de pensar y crear ideas, aunque frente al colonizador demostrarán sumisión pero esto sólo mientras se encuentren en desventaja de fuerza, incapaces de ir por su liberación.
La subjetividad humana está conformada por todo lo que es propio y característico del sujeto humano que lo diferencia del objeto. La vida en primer lugar, luego para vivir el alimentarse, el pensar y crear ideas para mejorar su modo de vida, el sentir emociones, el actuar conforme a una conciencia, todo eso es propio del sujeto humano que lo diferencia del objeto. En la colonización unos sujetos tratan a otros como objetos. El sujeto colonizador trata a los grupos humanos que ha dominado como objetos de explotación. El colonizador entiende que solamente él es sujeto, por lo tanto, sólo él tiene derecho a una vida plena. Consume buena parte de la vida del colonizado en la explotación, quien por esto vive poco y mal. El colonizado no puede alimentarse bien, pues con la comida que le da o el poco dinero que le paga el colonizador, apenas tiene para subsistir.
Las sociedades al ser dominadas ya no podrán contar con el tiempo del que antes disponían para reproducirse, pues su tiempo de trabajo se ha ampliado con la explotación, sin embargo buscaran la manera de encontrarse aunque en breves momentos para seguir siendo lo que son y siempre fueron a pesar de su actual condición de dominación. Por las noches tal ves los más ancianos serán el centro de reunión donde se rememorará la historia de las victorias bélicas, de los descubrimientos cognitivos que los antepasados hicieron de la naturaleza, de la protección de los espíritus del bosque, o tal ves se recuerde y celebre todo esto con bailes, cantos y juegos tradicionales.
Hasta aquí el sometimiento por la fuerza de las armas ha provocado un impacto en la subjetividad del colonizado negativa para el colonizador. El dominado está sentido, no se puede resignar a ser explotado, piensa rebelarse contra su colonizador, se siente derrotado es cierto, pero aún no inferior. El colonizador debe ahora influir en la conciencia del colonizado, hacer que éste tenga conciencia de dominado, pierda su autonomía, su identidad nacional, se crea a sí mismo irremediablemente dependiente de su dominador. Ahora debe colonizar la mente del dominado, para que su colonia perdure más allá de su propia existencia en el tiempo. Entonces, la colonización subjetiva se traducirá en el proceso por el cual se hará que el sujeto dominado asuma el vivir en la explotación, mal alimentado, con serias limitaciones para pensar y crear ideas, como algo normal, natural. Para eso el colonizador le obligará al colonizado a adorar a otro dios y negar a sus propias divinidades, le impondrá instituciones que interioricen a sus nuevas generaciones otros valores y normas ajenos a su propia sociedad, le impondrá castigos públicos como espectáculos aleccionadores. De esta manera, la colonización subjetiva se presentará con la evangelización, la educación, el suplicio y el castigo servil.
La evangelización
En el Oriente boliviano, por ejemplo, los misioneros jesuitas impondrán una vida de duro trabajo y estrictamente religiosa católica en las reducciones chiquitanas y moxeñas. Interiorizaran en la mente del indígena la existencia de un dios poderoso, creador de todo lo existente. Los sacerdotes exigirán la asistencia a misas todos los días y dos veces por día: al iniciar la mañana y antes de dormir; de esta manera también tratarán de evitar el encuentro de los hombres y mujeres jóvenes y adultos con las generaciones ancianas poseedoras de los conocimientos ancestrales de la sociedad indígena. Los colonizados, así, irán poco a poco afirmando su creencia en un dios venido de afuera y olvidando a sus propias divinidades. Luego querrán ser como uno de los santos de los que habla la biblia, alguien que da la otra mejilla, ya no como el valiente guerrero que defiende su territorio y su nacionalidad.
La educación
El colonizador impondrá instituciones especializadas que eduquen al colonizado con normas, valores y conocimientos ajenos a su sociedad. Se dará, lo que Felix Patzi ha llamado: proceso de enajenación educativa. La educación de la sociedad nativa ejercida por las generaciones adultas, ya no estará sólo a cargo de estas, sino principalmente de la escuela que se estructurará de acuerdo a la clase de personas que quiere el colonizador formar de las nuevas generaciones de sus colonizados. Por ejemplo, en las reducciones jesuitas de Moxos y Chiquitos, para educar a los niños y niñas se estableció todo tipo de talleres en los cuales se enseñaba varios oficios manuales artesanales. También los niños aprendieron agricultura y ganadería. De esta manera, se les preparaba para constituirse en el futuro en mano de obra calificada disponible para mejorar las ganancias del colonizador durante la explotación. Después de la expulsión de los jesuitas en 1767, los indígenas de las reducciones ya estaban disciplinados de cuerpo y mente para ser subyugados. En la medida que iban adquiriendo nuevos conocimientos, sus antiguos conocimientos se fueron perdiendo o iban pasando a un segundo plano, siendo considerados inferiores. La educación enajenada provocó que los hombres y mujeres sean formados para pensar que todo lo que produjeron en conocimientos, tradiciones, normas y valores sociales desde sus sociedades fue siempre inferior, y lo externo, es decir lo que trajo el colonizador, es superior.
El suplicio
El suplicio como sometimiento al tormento público del cuerpo del colonizado que se levanta contra el colonizador, es una lección para todos los dominados. Por temor a ser castigados con la flagelación de sus cuerpos hasta provocarles la muerte, los dominados no se levantarán contra el colonizador. El suplicio les dejará un trauma. Los descuartizamientos públicos de los líderes Tupaq Amaru y Tupaq Katari, la exhibición de sus brazos, piernas, cabezas en los diferentes poblados rebeldes, como también el suplicio de miles de protagonistas de los levantamientos indígenas entre 1780 y 1782 y la exhibición de sus cabezas en estacas a lo largo de los caminos que unen los pueblos rebeldes con los principales centros coloniales, provocará un trauma en la conciencia colectiva de los aymaras y quechuas. Desde esa época hasta el final de la colonia jamás volverán a protagonizar levantamientos tan grandes.
El castigo servil
El colonizado obligado a servir en la hacienda del colonizador recibirá el azote, castigo corporal por no servir a su amo de manera adecuada, o sea con sumisión y obediencia. Este castigo servil se convierte, en muchos casos, en una lección a las nuevas generaciones, cuando se lo ejerce frente a los hijos del dominado. El niño que presencia el azote de su padre crece creyendo que a el le tocará vivir la misma explotación y abuso, entonces se resigna desde temprana edad a ser dominado. Este aspecto es muy importante en el caso boliviano, si tomamos en cuenta a las miles de personas que no tuvieron oportunidad de entrar a una escuela, sin embargo llevan con ellos una casi nula autovaloración. Creen por ejemplo, que ellos no nacieron para el estudio, que nunca podrán aprender algo en una escuela, o que si lo hacen tendrán sus límites. Por el contrario, piensan que ellos solo sirven para el trabajo manual duro y sacrificado.
Reflexiones finales
La colonización en general ha trascendido más allá de 1825, por eso hoy, con mayor amplitud podemos hablar de un Estado republicano colonial vigente desde ese año hasta el año 2006. Pero concretamente podemos decir que la colonización subjetiva continúa haciendo de las suyas. La práctica de la religión cristiana católica y con eso la confianza en las autoridades eclesiales, hasta hace pocos meses ha hecho dudar a muchos bolivianos y bolivianas de su apoyo al proceso de cambio que encabeza Evo Morales, basta recordar los sermones del cardenal Terrazas en los que este decía que el gobierno del MAS era totalitario.
En cuanto a la educación, se continúa educando desde los valores, normas y conocimientos de afuera; es decir, de la sociedad moderna y capitalista, y no así desde nuestras sociedades ancestrales que son comunitarias. Con esto no estamos queriendo decir que se elimine de la enseñanza los conocimientos científicos y tecnológicos alcanzados a nivel mundial, sino que también se debe tomar en cuenta los conocimientos desarrollados ancestralmente por nuestras sociedades originarias. Sin embargo, el planteamiento de implementar una verdadera revolución educativa descolonizadora parece que ha quedado en el olvido a causa de la oposición vehemente de las clases medias y altas, cuyo interés es de mantener las estructuras de explotación de las que se sirven.
Si bien, los suplicios que se practicaron en la época de la colonia han dejado su secuela hasta sólo un par de décadas atrás en las naciones originarias o tal vez menos, hoy ya no se las practica. Sin embargo hasta hace sólo un par de años se denunciaba la semiesclavitud o servidumbre en la que vivían muchos indígenas en haciendas en la región del Chaco, estos todavía sometidos a duros castigos corporales y psicológicos por parte de sus amos. Por otro lado, el proceso de alfabetización en Bolivia nos demostró cómo miles de bolivianos analfabetos puros de áreas rurales, que alguna vez habían estado sometidos a un patrón, estaban seguros de que el estudio no era para ellos y fueron los que más se resistieron a incorporarse a los cursos de alfabetización a diferencia de los semianalfabetos.
La colonización subjetiva aún perdura en la mente de los bolivianos, en algunos casos en menor grado. Esto no nos permite ser lo que ancestralmente fuimos: aymaras, quechuas, guaraníes, moxos, chiquitanos, etc. Negamos constantemente la sangre indígena que corre por nuestras venas, e insultamos o menospreciamos a aquel que tuvo la suerte de heredar los rasgos raciales de la indianidad, que muchos no heredamos a causa de la violación que sufrieron las mujeres entre nuestros antepasados por el colonizador.
Para iniciar un verdadero proceso descolonizador hoy debemos empezar por escudriñar nuestra historia legítima, nuestros orígenes, la producción tecnológica, política y económica que desarrollaron nuestras sociedades ancestrales; esto es, comenzar por el principio cuando fuimos libres de la colonización.




 

[1] Este ensayo fue publicado en la revista cruceña La multitud, en diciembre de 2009. Por la temática que aborda consideramos necesaria su lectura para el debate sobre la descolonización.