La conciencia histórica de los
pueblos de las Tierras Bajas
pueblos de las Tierras Bajas
Emilio Hurtado Guzmán[1]
El hombre indígena ve su pasado no como algo del que se pueda aprender pero necesariamente superar para proyectarse hacia una época superior. Esta sería la idea moderna de progreso, cuya creencia en ella ha derivado en una religiosidad. Una fe que encuentra mayor acogida entre aquellos que están en mejores condiciones de hallar el paraíso en la tierra porque pueden beneficiarse de la explotación humana y de la naturaleza, en absoluta coherencia a la presencia de la fe cristiana que se promueve para los sin esperanza terrena –los explotados–, por lo tanto los que deben conformarse con su actual condición y mirar al cielo resignándose a alcanzar el paraíso después de muertos.
La concepción de progreso no tiene cabida en las culturas de los pueblos de las Tierras Bajas, justamente porque la comunidad no se constituye a partir de la presencia de explotados y explotadores, ni de la humanidad, ni de la naturaleza; ni siquiera se constituye a partir de una propiedad colectiva, sino de la conciencia de que en realidad nada pertenece al hombre, ni siquiera él es dueño de sí mismo. Por lo tanto, en lugar de tomar para beneficio propio, se da para beneficio de la totalidad de la naturaleza, de la que se piensa no el elemento central sino sólo una pieza como los demás seres que la conforman, así se vive en armonía con ella.
Las condiciones del progreso, donde unos pocos creen que alcanzan la felicidad porque pueden dominar y explotar para su beneficio, mientras la mayoría pagan los costos de esos actos devastadores, lo que se traduce en pobreza, son vistos desde la racionalidad indígena originaria como “la tierra está sucia”. Es decir, el progreso es algo negativo para la vida, cualquier acto que nos lleve hacia él debe evitarse diligentemente. Por eso es importante la historia, para recordar que como seres humanos no debemos cometer delitos contra la naturaleza, pues eso traería la infelicidad y nos empujaría a la muerte.
Los partidarios del progreso sostienen, claro, que los pueblos indígenas son pueblos primitivos que no tienen historia, por lo contrario, se encuentran atravesando una época de la trayectoria histórica que por ley, todos los pueblos, hasta las sociedades más desarrolladas, tuvieron que pasar. Por lo tanto los consideran pre-modernos, porque de todas maneras atravesaran el camino de la modernidad. De lo que se trata, entonces, desde esta perspectiva, es darles “un empujoncito”, “civilizarles” con la evangelización, educarlos en los oficios de la ganadería, agricultura y artesanía para que se incorporen a la sociedad y sean “útiles”.
Sin embargo, los pueblos indígenas mantuvieron siempre en su memoria su propia historia, que fue transmitida de generación en generación de manera oral. Podemos hablar de dos tipos de acontecimientos los que se relataban comúnmente. Aquellos acontecimientos que servían para reproducir una identidad colectiva, que concernía a los relatos de las guerras que había enfrentado un pueblo, a los descubrimientos que había realizado y a los conocimientos que había alcanzado. Por ejemplo, en el pueblo ayoreo se transmitían las distintas guerras acontecidas contra los cogñone (blancos), a través de los singulares cantos ayoreos; en esta cultura también se habla de los ancestros, los primeros hombres que descubrieron las propiedades de la naturaleza, como el poder de la miel.
Estaban también los cuentos que hacían referencia a los acontecimientos de épocas pasadas en las cuales el hombre estuvo en peligro o efectivamente “ensució la tierra”, la llenó de maldad; lo que significa que cayó en condiciones de dominación y explotación, por lo tanto vino el fin del mundo. Al parecer estos acontecimientos, a diferencia de los primeros, perdieron casi en su totalidad su contenido real, porque sucedieron hace mucho tiempo, y para mantenerlos fueron transformados en simples cuentos, que por eso contienen muchos elementos míticos y ficticios. Estos, empero, son una clara evidencia de que los pueblos indígenas no estuvieron exentos de caer en el delito contra la naturaleza llamada progreso. Sin embargo, aprendieron muy bien de sus consecuencias, y por eso los mantuvieron en su memoria para que no se vuelvan a repetir.
Podemos mencionar por ejemplo al cuento chané de “El fin del mundo y el robo del fuego”, que nos narra la historia de un hombre pobre que fue rechazado por todas las personas, entonces vino el fin del mundo y lo destruyó todo, dejando sólo vivos a dos hombres y una mujer, de quienes descendieron todos los seres humanos de la tierra actuales. El acto de rechazo, en este caso, de personas que acaparan recursos y no quieren compartir con las personas pobres, es lo que nos lleva a “ensuciar la tierra”, y esto provocará el fin de nuestro mundo. Acaparar recursos, no convidar, son síntomas que nos podrían arrastrar a la lógica del progreso, por lo tanto a la destrucción.
Por mencionar otro caso, podemos hablar de la cultura guarasug’ we pauserna, ya extinta, en la cual se mantuvo siempre el mito del mensaje de Yaneramai, el cual rezaba: no detenerse para siempre en un solo lugar, sino avanzar camino hacia el poniente, donde se oculta el sol. Detenerse significaba, en este caso, convertirse en sedentarios, erigir una organización política y económica más compleja, por lo tanto una jerarquía y una diferenciación entre personas que dominan y que son dominadas, lo que era caer en la lógica del progreso, por lo tanto, la “tierra se ensucia” y se provoca el fin del mundo.
En este sentido, la conciencia histórica de los pueblos indígenas apuntaba a mantener las condiciones de vida en la que se encontraban, que tiene que ver con vivir de acuerdo a una conciencia comunitaria; es decir, sabiéndose que nada de la naturaleza nos pertenece, que somos un elemento más de ella a la que debemos nuestras vidas, por lo tanto nuestra deuda es con todo lo que la conforma. Así, la memoria del pasado no perfilaba al hombre a avanzar en un recorrido lineal donde lo de antes es considerado inferior, con la idea de que sus esfuerzos lo llevarán a alcanzar una etapa superior donde obtendrá mayor dominio de la naturaleza y del mismo hombre.
Por otro lado, encontramos entre las culturas de los pueblos indígenas la creencia en mitos, como el guaraní, Ivi maraei, o, el moxo, la Loma Santa, que nos llevan a pensar que estos pueblos, como en la cultura dominante traída de occidente, también creían a su modo en mundos ideales a los cuales se debían constituir o llegar, similares a los que nos empujan a ser partidarios del progreso. Sin embargo, esta sería una interpretación errónea, ya que estos mitos sólo impulsaban a las personas a moverse, a trasladarse, en busca de algo que en realidad ya lo estaban viviendo, justamente porque se quería que esa condición, que es una condición del vivir bien, no llegue a su término.
El Ivi maraei (Tierra sin Mal), por ejemplo, se lo expresa como mito y se lo vive como realidad. El Ivi maraei, significa un lugar donde se puede obtener alimento en abundancia y donde se puede vivir en libertad, sin estar sometidos a dominación y explotación alguna. En la región denominada por los españoles Cordillera Chiriguana, el pueblo guaraní encontró su Ivi Maraei. Se trataban de tierras muy fértiles para el cultivo del maíz. Por eso lo defendió tenazmente de la invasión colonial levantándose constantemente en pie de guerra.
Sin embargo, el pueblo guaraní-chiriguano mantuvo vigente el mito, como si la Tierra sin Mal aún no se lo hubiese encontrado, por eso algunos antropólogos consideran que la Cordillera Chiriguana apenas era la antesala del Ivi Maraei; es decir, que estaban cerca pero todavía no habían llegado a ella. Se mantuvo este mito, porque se tenía una clara conciencia de que el quedarse en esa región para siempre podía derivar en “ensuciar la tierra”, por eso había que caminar, no se podía ser sedentario por siempre. El pueblo indígena, de esta manera, sabía (es decir tenía la sabiduría) de que en realidad no era dueño de la tierra, no era dueño de nada, ni siquiera de sí mismo. Su obligación era con la naturaleza de la que se sabía parte.
No habían en realidad paraísos, ni terrenales, ni celestiales, entre las culturas de los pueblos indígenas. Es decir, no existía ni la idea de progreso, ni teológicamente en su imaginario estaba la presencia de un paraíso después de su muerte o del fin del mundo. Por esta razón, solían enterrar a sus muertos con sus pertenencias: al varón con su arco y sus flechas y a la mujer con sus enceres domésticos, porque se creía que estos al llegar al otro mundo que era muy similar al mundo terreno, vivirían en similares condiciones; es decir, tendrían hijos, tendrían que cazar, recolectar y cultivar para subsistir.
Sin embargo, siempre estuvo presente la conciencia histórica entre ellos, formó parte importante de sus vidas, no se trató por su puesto de la misma que se pregonaba e impulsaba desde el paradigma de la modernidad; ésta estuvo de acuerdo a una conciencia comunitaria. La conciencia histórica sirvió para vivir en armonía con la naturaleza para siempre, evitando así caer en el mal: el progreso.
La Paz, 19 de febrero de 2001
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